miércoles, 28 de septiembre de 2016

Tempestad

por Carlos (Ángeles Lescano)


Me negué rotundamente a la vil atrocidad que Hipólito había querido perpetrar con mi cuerpo, la noche de bodas.
Una vez que terminaron de servir la última porción de pastel en la fiesta, tan sólo unas horas antes, noté como la mirada de todos los invitados se posaba sobre nosotros, con un dejo libidinoso. Primero sobre él, luego sobre mi. ¡Viva los novios! Exclamaban, mientras alzaban sus copas, y sonreían socarronamente.
Mi madre, precavidamente, me había advertido sobre el momento que estaba por acontecer. Me dijo que para cuando llegase, yo tenía que ser buena y sumisa con mi marido, que cerrara los ojos y aguantara el dolor, y que luego iba a poder ser feliz para toda la eternidad al lado de alguien que me protegiera…
Tan sólo una vez Hipólito y yo habíamos tenido contacto físico. Fue cuando, con consentimiento de mis padres, él se quedó en la sala de estar, a solas conmigo, en la época en la que buscaba cortejarme. Me preguntó educadamente si podía besar mi mano, a lo que accedí con alguna reticencia. El contacto de su saliva helada contra mi piel me estremeció del horror.

Y ahí estábamos, en la noche de bodas, solos él y yo, nuevamente. Corrí por todo el cuarto del hotel, arrojando cosas a mi paso, para que no me alcanzara. Él creía que yo estaba jugando, pero lo cierto era que la sola idea de acercarme a su cuerpo peludo y sudado de macho me repugnaba. Grité como nunca en mi vida cuando me agarró por detrás con toda su fuerza, me lanzó sobre el colchón y se arrojó sobre mi. Pude sentir por un segundo su horrible aliento mentolado, agitado por la pasión, y su fuerte fragancia viril. Atiné a arañarle la cara con mis largas uñas. Se alejó y me miró perplejo. Acto seguido, me dijo “Si no es hoy, vas a ser mía mañana, o pasado”. Se recostó dándome la espalda y se durmió.
La presencia cercana de ese cuerpo semidesnudo durante toda la noche me hizo sentir tan incómoda como nunca en mi vida.

Al día siguiente, la misma escena tuvo lugar en el hotel. Y lo mismo aconteció el día en el que llegamos a nuestra nueva casa. Así, noche tras noche, yo me seguía negando a la rudeza de su carne, y él seguía intentando vanamente abalanzarse sobre mi fragilidad.
 Llegó un momento, en el transcurrir de esas insistentes noches, en que él desistió. Simplemente comenzamos a ser dos conocidos que compartían algo de tiempo de lectura durante la noche.
Yo sabía que él buscaba satisfacción en otras piernas. Lo sabía, por los indicios que él pretendía dejar descuidadamente en todos lados (un pañuelo con rouge, un número de teléfono con el nombre de una mujer en una servilleta)… quizás en un intento de provocarme celos o de llamar mi atención. Pero lo cierto es que así me sentía bien.
Durante todos esos años, en ningún momento sentí nacer ningún ardor en mi vientre. Ni por Hipólito, ni por nadie. No sabía lo que era aquello. Intentaba evadir por completo las preguntas apabullantes de mi madre y mis hermanas cuando, extrañadas, preguntaban por los hijos. Mi limitaba a mirar el vacío como respuesta y a cambiar de tema.


Ese era el esquema de mi vida. Hasta que finalmente, un día Hipólito recibió una propuesta de trabajo del otro lado del océano. Nos trasladaríamos a otro continente.
Nos embarcamos en un lujoso crucero que nos llevaría a lo ancho del océano durante 10 días, el “Santa Catalina” decía en su imponente proa con letras doradas.
Desde el primer momento en el que subí a aquel barco, y contemplé el horizonte marino fundiéndose con el ocaso, algo adentro mío se estremeció. No comprendí en ese momento lo que era… sólo sabía que en mi interior existía una contradicción, como si estuviera agitada y muy calma al mismo tiempo.
Durante esa noche y el día siguiente, sentí a esta contradicción volverse cada vez más grande en mi. Los almuerzos y las cenas en el lujoso salón comedor de primera clase, con tanta gente alrededor, riendo a carcajadas y hablando estridentemente, me hacían sentir sofocada, quería salir y corriendo… pero no sabía hacia dónde. No entendía qué quería, o lo que deseaba. Pero quería resolver ese misterio cuanto antes.

Durante la tercera noche de nuestra estadía, luego de que Hipólito se quedara dormido, presa del insomnio y la perturbación, y aturdida como estaba desde el primer día, fui a dar un paseo por la cubierta. Refulgiendo bajo la luz de las estrellas, vi el mar… se veía encantador. Mi respiración comenzó a agitarse cada vez más, sentí náuseas y un vértigo en el estómago. En ese momento comprendí, que era a él a quien quería, a quien deseaba… al mar. No podía dejar de mirarlo… ahora que estaba ante mi, lo veía con tanta claridad… sentí de repente como si hubiera caído rendida bajo el poder de algún hechizo, o de algo que estaba más allá de mis fuerzas… algo despertó en mi… un deseo en mi vientre… un fuego entre mis senos. Comencé a recorrer mis muslos con mis manos, casi sin entender lo que hacía. Mi aliento estaba más agitado aún. Si. Quería que él me poseyera… él, el mar. Quería ser su novia virginal, fundirme en el lecho nupcial con él y con nadie más. Pura como estaba, quería jurarle amor y fidelidad eterna…
El amanecer me encontró durmiendo en la cubierta. Hipólito no entendía qué me sucedía, pero no le agradaba. Durante todo ese día, tuve que disimular mi agitación y esconder mi mirada de deseo. Esperé ansiosa la oportunidad para tener otro encuentro con él…
La noche siguiente, guiada por la tentación, también fui a cubierta, dejando acostado a Hipólito. Unos músicos tocaban una melodía hermosa, como de vals, en algún otro sitio del barco. Las notas que brotaban de esas cuerdas eran simplemente celestiales. Yo me puse a bailar, sola… o mejor dicho, llena de mar en mi… me puse a bailar para él, o mejor dicho, con él. Bailé y bailé y reí como nunca en mi vida… jamás había sido tan feliz… lo amaba, amaba el mar, y me sentía correspondida, sabía que él también me amaba. Y juré ser su esposa, le prometí que sería el primero…
Nuevamente otro amanecer, esta vez, un lluvioso amanecer, me sorprendió en la cubierta de ese barco. Hipólito, enfurecido, me agarró por un brazo al descubrirme, me llevó a la habitación, y adormecida como estaba, me abofeteó. Me empezó a preguntar con quién había pasado la noche y si estaba loca o poseída por el demonio. Me encerró con llave durante todo el día, y esa misma noche, volvió a intentar ultrajarme… divisé la silueta de su falo entre la luz de los rayos que provenían del cielo. Forcejeamos un largo rato, mis muñecas dolían por la presión que sus manos de bestia ejercían sobre ellas… atiné a librarme, agarré una lámpara y lo golpeé con todas mis fuerzas. De su cabeza comenzó a manar sangre. Su cuerpo se desplomó sobre mi, con todo su peso. Abatida, me libré de aquel peso, saqué la llave del camarote de su saco, y me escapé en la madrugada.



El cielo estaba púrpura, y llovía fuertemente. El bello, hermoso mar estaba agitado. Miré mi mano. Tomé mi anillo de casamiento y lo arrojé a las embravecidas aguas. La lluvia caía cada vez con más fuerza, mientras yo exclamaba un juramento de fidelidad y amor eterno… una boda privada. Esa noche finalmente estaba aconteciendo… me iba a desposar con él, con el mar. Ardiente de deseo, pronuncié las últimas palabras de mi juramento, y comencé a deslizar mis ropas. Quedé desnuda, con toda mi palidez expuesta a las violentas gotas de lluvia, que ahora azotaban como pequeños látigos. El barco se estremecía cada vez con mayor violencia a la par que mi cuerpo se contorsionaba por la pasión. Las olas golpeaban y el viento me abofeteaba. Oí a los marineros y hombres gritar, desesperados, algunas órdenes, pero yo no los escuchaba bien, no estaba en este plano. Estaba en comunión con él… el mar, mi esposo adorado. Mis manos se convirtieron en una analogía de sus partes marinas y frotaron con fuerza mis muslos, mis senos, mi vientre. Me sentía loca… el mar me estaba tocando en alguna parte escondida entre los pliegues de mis muslos, era una sensación que jamás había sentido, un cosquilleo intenso. Mi aliento estaba agitado, me sentía convulsionar, mi cuerpo se bamboleaba y chocaba contra los bordes del barco que se movía cada vez con mayor intensidad. El cosquilleo entre los pliegues de mis muslos era cada vez más intenso, no podía contener tanta inmensidad adentro mío. Entre las luces de los relámpagos, la lluvia, la gente que corría desesperada y las ráfagas de viento, divisé a un sangrante Hipólito y a la tripulación, balbuceaban algo que no podía comprender. Mi agitación era cada vez mayor. Vi volar las astillas y maderas del barco, resquebrajado en dos por la fuerza del mar, y salté en el momento preciso en que la pasión no podía ser contenida por mi ínfimo cuerpo. De pronto, estaba rodeada de mar, me penetraba y se hundía en mi, en todos mis flancos y recovecos. Abrí la boca para gritar de placer y tragué líquido marino. Pequeña muerte. Me encontré flotando en un vacío negro azulado, unida a él, para siempre.  

No hay comentarios:

Publicar un comentario