miércoles, 28 de septiembre de 2016

Call me, apelle moi...


 Esperé toda esa tarde a que François llamara. No llamó, ni esa tarde, ni la tarde del día siguiente… ni ninguna otra tarde. Simplemente desapareció, se esfumó como se esfuma el vapor del agua hirviendo al enfriar. 
Me encontraba sola, mirando por la ventana empañada de aquella habitación de hotel barato, en ese lugar que me resultaba tan ajeno, donde toda la gente era tan extraña y gélida. Apenas sabía hablar el idioma, sentía frío, mucho frío… las lágrimas que comenzaban a brotar de mis ojos, lentamente, se transformaron en gruesas gotas negras corriendo por mis mejillas.
De entre los pañuelos de papel, saqué mis cigarros, encendí uno y le di una larga pitada, con la esperanza de que la nicotina aliviara efímeramente la turbulencia en que se había convertido mi corazón. Dejé una marca de intenso rouge en la boquilla… y recordé las veces en que ese mismo rouge había dejado marcas en la piel blanca y suave de François, todas esas noches que pasamos juntos. Entendí que para él yo sólo había sido parte de un momento más en la sucesión de momentos de su vida...
Las lágrimas brotaron con más violencia aún, estaba furiosa conmigo misma, me sentía una imbécil, sentía rabia por haberme permitido ser tan vulnerable, por haber dejado tan fácilmente que alguien así penetrara en mi alma y escarbara en mis debilidades. Yo, Isabel, que siempre había sido tan férrea. Yo, Isabel, que nunca me permitía amar (como se ama convencionalmente) a nadie. Ahora era un estropajo lleno de lágrimas por culpa de un hombre que no las merecía. 
Me miré al espejo. Enjuagué mis lágrimas y resalté el rouge. Me puse un tapado, un collar de perlas y mi sombrero, me perfumé, me calcé mis tacos rojos, y salí a caminar por esas calles lejanas. Miré a la cara con expresión desafiante a todos los extraños con los que me crucé. Había decidido dejar atrás esa historia para siempre...

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