miércoles, 28 de septiembre de 2016

El domingo







 Desde el primer momento en el que el domingo asoma, quiero que termine. 
Detesto los domingos. Aunque algunos sean soleados y calurosos, en mi mente todos son fríos, grises y deprimentes.
Yo no los detesto por su cercanía con los lunes, es más, amo los lunes: traen consigo una claridad que despeja cualquier penumbra (o penuria) dominguera.
Los domingos son como el anochecer de la semana, atraen los oscuros pensamientos que sólo sobrevienen en las noches de soledad. Son como noches invernales, largas y lúgubres, de 24 horas.
Encontrar compañía para atravesar un domingo puede ser un buen paliativo, pero en cuanto suelten mi mano, los fantasmas y monstruos de la melancolía estarán ahí, nuevamente, terroríficos, susurrándome al oído que son la única compañía posible que ahora podré tener.


Alguna vez, durante mi infancia, tuve un momento preferido del domingo, un momento en el que veía un atisbo de luminosidad. Era el domingo por la mañana, cuando iba a misa, cuando tenía dios, cuando tenía muchos años de vida por delante y pocas neurosis. A la salida siempre iba a comprar facturas, y mi felicidad estaba completa, no necesitaba nada más. Todos esos recuerdos tienen un sol de abril de fondo y un calorcito tibio. Ahora que ya no voy a misa, que no tengo creencias, que no tengo más un dios que me socorra en estas horas, todo es más difícil.

La música del piano en una tonalidad menor suena de fondo, como una banda sonora de mi estado interno. Mis dedos se niegan a sintonizar otra cosa, imposible: el rock que escucho durante la semana no tiene calce ahora. 
No hay escapatoria, es un laberinto emocional. Quizás la única salida sea cerrar los ojos y esperar a que el lunes venga con su luz radiante a llenar todo de colores, sonrisas y vivaz música de rock otra vez.

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